Desde que Ludmila murió me he dado cuenta de que vivo a contrapeso, inclinada siempre hacia abajo, con el miedo mordiéndome las entrañas.
El dolor que me aqueja no es estático, se retuerce, me devora, aunque no me mata.
Es como la gelatina; cuando crees que la tienes siempre se te escurre.
Desde que Ludmila murió me he dado cuenta de que, o cojo el control de la vida que me queda e intento recolocar de nuevo mis piezas, o caeré definitivamente en mi propia trampa mortal.
La vida que tengo, no la que quiero.
La que tengo es también hermosa y eso tengo que aprender a verlo antes de que también se vaya.
Desde que Ludmila murió he dejado de cuidarte, y creo que es el miedo a seguir perdiendo lo que me tiene desbordada.
A pesar de las cosas que te digo, o peor, de cómo te las digo, siempre me devuelves una sonrisa.
Me enseñas a ver que no todos los ogros que veo existen. Me sigues hablando con cariño.
Pero a mí me sigue costando abrir los ojos y sentirme feliz.
A lo mejor es que prefiero perderlo todo para no correr más riesgos.
Hasta hoy creía que todo el mundo tenía que entenderme. Ahora se que soy yo la que no tiene por qué hacerse entender.
Hasta hoy creía que estaba loca.
Ahora se que nunca estuve tan cuerda.
Y todo gracias a tí.
Te quiero
Ayer durante la presentación del libro de Javier Plaza en la Asociación
Cultural Tertulia Albada, pasamos un rato estupendo, hablando del Pirineo,
de los S...